El Siervo - cuento de Primo Levy

EL SIERVO

Primo Levy

En el gueto la sapiencia y la sabiduría son virtudes baratas. Están tan difundidas que hasta el zapatero y el mozo de cuerda podrían alardear de ellas y, precisamente por eso, no lo hacen. Ya casi ni siquiera son virtudes, como no lo es lavarse las manos antes de comer. Por ello, aun siendo sapiente y sabio más que ningún otro, el rabino Arié de Praga no debía su fama a estas cualidades, sino a otra más rara: su fuerza.
Era tan fuerte como pueda serlo un hombre, en el espíritu y en la carne. De él se cuenta que defendió a los judíos de un pogrom sin armas, solo con el vigor de sus grandes manos. Se cuenta también que se casó cuatro veces, que enviudó otras tantas y que procreó un gran número de hijos, uno de los cuales fue padre de Carlos Marx, de Franz Kafka, de Sigmund Freud y de Albert Einstein y de todos aquellos que en el viejo corazón de Europa persiguieron la verdad por vías arduas y nuevas. Se casó por cuarta vez a los setenta años. Tenía setenta y cinco y era rabino de Mikulov, lugar santo de Moravia, cuando aceptó el nombramiento de rabino de Praga. Tenía ochenta cuando por su mano esculpió y erigió el sepulcro que aún hoy es objeto de peregrinación. Este sepulcro tiene una hendidura en la parte alta del arca. Quien, ya sea judío, cristiano, musulmán o pagano, introduzca un papel con un deseo escrito, lo ve realizado antes de un año. El rabino Arié vivió hasta los ciento cinco años en pleno vigor corporal y espiritual y tenía noventa cuando decidió construir un golem.
Construir un golem, en sí mismo, no es una gran hazaña y muchos lo han intentado. Efectivamente, un golem es poco más que una nonada: es una porción de materia, o sea, de caos, encerrada en una apariencia humana o bestial; es, en suma, un simulacro y, como tal, no sirve para nada. También es algo esencialmente sospechoso y conviene mantenerse alejado de él porque está escrito: «No harás imágenes y no las adorarás». El Becerro de Oro era un golem, lo era Adán y lo somos también nosotros.
La diferencia entre los golem está en la precisión y en lo completo de las indicaciones que determinaron su construcción. Si se dice solamente: «Toma doscientas cuarenta libras de arcilla, dales forma de hombre y lleva el simulacro al horno para que se endurezca», se tendrá un ídolo, como los que hacen los gentiles. Para hacer un hombre el camino es más largo, porque las instrucciones son más numerosas; pero no son infinitas, y están inscritas en cada una de nuestras pequeñas semillas, y eso el rabino Arié lo sabía porque había visto nacer y crecer a su alrededor numerosos hijos y había considerado sus facciones. Ahora bien, Arié no era un blasfemo y no se había propuesto crear un segundo Adán. No pretendía construir un hombre, sino un po’el, dicho de otro modo, un trabajador, un siervo fiel y fuerte y con no demasiado discernimiento; lo que en su lengua bohemia se llama un robot. En efecto, el hombre puede (y a veces debe) trabajar y combatir, pero estas no son dedicaciones propiamente humanas. Para estas empresas conviene tener un robot: un poco más y un poco menos que los fantoches campaneros y los que van en procesión cuando tocan las horas en la fachada del Ayuntamiento de Praga.
Un siervo, pero que fuera tan fuerte como él, heredero de su fuerza, y que sirviera de defensa y de ayuda al pueblo de Israel cuando sus días, los de Arié, llegaran a su fin. Para conseguirlo se precisaban, pues, instrucciones más complejas que las que se necesitan para hacer un ídolo que sonríe inmóvil en su nicho, pero no tan complejas como las que se requieren para «ser como Dios» y crear el segundo Adán. No es necesario buscar estas instrucciones en el turbión del firmamento estrellado ni en la bola de cristal ni en el vaniloquio del espíritu del Pitón. Ya están escritas, están ocultas en los libros de la Ley; basta con seleccionar, es decir, leer y elegir. Ni una letra, ni un signo de los rollos de la Ley están ahí por azar. A quien sepa leerla todo se le presenta claro: toda empresa pasada, presente y futura; la fórmula y el destino de la humanidad y de cada hombre y de los suyos y de los de toda carne y hasta el del gusano ciego que tienta su camino en medio del fango. Arié calculó y halló que la fórmula del golem tal como él lo querría no superaría las facultades humanas. Se podía escribir en treinta y nueve páginas, tantas como hijos había tenido: la coincidencia le agradó.
Quedaba la cuestión de la prohibición de hacer imágenes. Como es sabido, se debe «poner coto a la Ley», es decir, es prudente interpretar preceptos y prohibiciones en su sentido más amplio porque un error debido a una excesiva diligencia no causa daño, mientras que una transgresión no se puede reparar: no existe expiación. Sin embargo, quizá por la larga convivencia con los gentiles, en el gueto de Praga prevalecía una interpretación indulgente. No harás imágenes de Dios porque Dios no tiene imagen, pero ¿por qué no deberías hacer imágenes del mundo que te rodea? ¿Por qué la imagen del cuervo debería tentarte a la idolatría más que el cuervo mismo, fuera de tus cristales, negro e insolente en medio de la nieve? Por ello, si te llamas Wolf, que te sea lícito dibujar un lobo en la puerta de tu casa, y si te llamas Bear, un oso. Si tienes la ventura de llamarte Kohn y, por tanto, de pertenecer a la familia que bendice, ¿por qué no deberías hacer esculpir dos manos bendecidoras en tu dintel y (lo más tarde posible) en tu losa sepulcral? Si, en cambio, eres un Fischbaum cualquiera te contentarás con un pez, a lo mejor cabeza abajo, atrapado en las ramas de un árbol, o de un manzano del que penden arenques en vez de manzanas. Si eres un Arié, es decir, un león, te irá bien un escudo en el que esté esculpido un leoncito desmelenado que salta al cielo como si quisiera desafiarlo, con la boca rechinante y las garras sacadas, en todo igual a los innumerables leones que adoptan como enseña los gentiles en medio de los que vives.
El rabino Arié-León comenzó, pues, su obra con serenidad de espíritu en el sótano de su casa de la Calle Ancha. La arcilla se la traían de noche dos discípulos junto con el agua del río Moldava y con el carbón para alimentar el horno. Día tras día, o, mejor, noche tras noche, el golem iba tomando forma y estuvo acabado en el año 1579 de la Era Vulgar, 5339° de la Creación. Ahora bien, 5339 no es precisamente un número primo, pero casi, y es el producto de 19, que es el número del sol y del oro, por 281, que es el número de los huesos que componen nuestro cuerpo.
Era un gigante y tenía figura humana de cintura para arriba. También esto tiene su porqué: la cintura es una frontera; el hombre está hecho a imagen de Dios solo de cintura para arriba, mientras que de cintura para abajo es una bestia. Por eso, el hombre sabio no debe olvidarse de atarla. De cintura para abajo el golem era verdaderamente golem, es decir, un fragmento de caos. Tras la cota de malla que colgaba hasta el suelo a guisa de delantal no se vislumbraba más que una robusta maraña de arcilla, de metal y de vidrio. Sus brazos eran nudosos y fuertes, como ramas de encina. Arié había modelado las manos, nerviosas y huesudas, copiando las suyas propias. El rostro no era verdaderamente humano, sino bastante leonino porque un auxiliador debe meter miedo y porque Arié había querido dejar su firma en él.
Así, pues, esta fue la figura del golem, pero lo más importante aún quedaba por hacer porque le faltaba el espíritu. Arié vaciló mucho tiempo. ¿Habría debido darle la sangre y, con la sangre, todas las pasiones de la bestia y del hombre? No, al ser su siervo desmesuradamente fuerte, el don de la sangre habría sido peligroso. Arié quería un siervo, no un rebelde. Le negó la sangre y, con la sangre, la Voluntad, la curiosidad de Eva y el deseo de actuar, pero le infundió otras pasiones, y le fue fácil, pues no tuvo más que sacarlas de dentro de sí mismo. Le dio la cólera de Moisés y de los profetas, la obediencia de Abraham, la maldad de Caín, el valor de Josué y hasta un poco de la locura de Acab, pero no la santa astucia de Jacob, ni la sabiduría de Salomón, ni la luz de Isaías porque no quería crearse un rival.
Por ello, en el momento decisivo, cuando se trató de infundir en el cráneo leonino del siervo los tres principios del movimiento, que son el Noús, la Epithymia y el Thymós, Arié destruyó las letras de los dos primeros y en pergamino escribió solo las del tercero. Debajo, en gruesos caracteres de fuego, añadió los signos del nombre inefable de Dios, enrolló el pergamino y lo introdujo en un estuche de plata. Así, el golem no tuvo mente, pero tuvo valor y fuerza y la facultad de despertar de la vida solo cuando se le introducía entre los dientes el estuche con el Nombre.
Cuando hizo el primer experimento a Arié le latía la sangre en las venas como nunca hasta entonces. Colocó el Nombre en su sitio y los ojos del monstruo se encendieron. Esperaba que le dijera: «¿Qué quieres de mí, oh, Señor?», pero, en cambio, oyó otra pregunta que no le resultaba nueva y que le sonó llena de ira: «¿Por qué abunda el impío?» y sintió júbilo y a la vez temor ante el Señor porque, como está escrito, el júbilo del judío lo es con una pizca de espanto.
Arié no quedó defraudado con su siervo. Cuando no tenía el Nombre reposaba en el sótano de la sinagoga, estaba totalmente inerte, era un bloque de arcilla exánime y no necesitaba ni heno ni cebada. Cuando el Nombre lo llamaba a la vida, sacaba toda su fuerza del Nombre mismo y del aire a su alrededor. No necesitaba carne, ni pan ni vino. Ni siquiera necesitaba la vista ni el amor de su amo, pero en su pecho de arcilla endurecida por el fuego ardía una cólera tensa, sosegada y solemne, la misma que había relampagueado en la pregunta que había sido su primer acto vital. Nunca hacía nada sin que Arié se lo ordenase. El rabino pronto se dio cuenta de ello y al mismo tiempo se alegró y se inquietó. Era inútil pedirle al golem que fuera al bosque a cortar leña o a la fuente a buscar agua: respondía «Así se hará, oh, señor», se volvía pesadamente de espaldas y marchaba con su paso de trueno, pero cuando ya no estaba a la vista, se metía en su yacija, escupía el Nombre y se quedaba rígido en su inercia de escollo. En cambio, aceptaba con un relampagueo en los ojos todas las empresas que exigían coraje y valentía y las llevaba a cabo con un tenebroso ingenio muy suyo.
Por muchos años fue un valioso defensor de la comunidad de Praga contra la arbitrariedad y la violencia. De él se cuentan diversas hazañas: él solo había cortado el paso a un pelotón de soldados turcomanos que pretendía forzar la Puerta Blanca para entrar a saco en el gueto; hizo fracasar los planes de una matanza capturando al verdadero autor de un asesinato que los esbirros del Emperador intentaban disfrazar de homicidio ritual: siempre él solo había salvado los almacenes de trigo de una repentina y desastrosa avenida del Moldava.
Está escrito: «El séptimo día Dios descansó; en él no harás trabajo alguno ni tú, ni tu hijo, ni tu siervo, ni tu buey ni el forastero que haya cruzado tu puerta». El rabino Arié meditó: el golem no era propiamente un siervo, sino más bien una máquina movida por el espíritu del Nombre. En este aspecto era muy semejante a los molinos de viento, a los que es lícito hacer que muelan el sábado, y los barcos de vela, que puedan navegar. Pero luego recordó que hay que poner coto a la Ley y decidió quitarle el Nombre cada viernes al atardecer, y así lo hizo durante muchos años.
Pero llegó un día (precisamente, un viernes) en que el rabino había llevado al golem a su propia casa, en el segundo piso de un vetusto edificio de la Calle Ancha, de fachada ennegrecida y corroída por el tiempo. Le asignó un montón de troncos pequeños para que los cortara, le levantó un brazo y le puso el hacha en la mano. El golem, con el hacha inmóvil en el aire, volvió lentamente hacia él su faz inexpresiva y feroz y no se movió.
—¡Vamos, corta! —ordenó Arié, y una risa profunda le cosquilleaba el corazón sin mostrarse en su rostro. La pereza y la desobediencia del monstruo lo halagaban porque estas son pasiones humanas, naturales. No se las había inspirado él; el coloso de arcilla las había concebido él solo. Era más humano de como él lo hubiera querido—: ¡Vamos, a trabajar! —repitió Arié.
El golem dio dos pesados pasos hacia la leña llevando el hacha en su brazo extendido. Se detuvo, dejó caer el hacha, que tintineó en las losas de granito. Agarró con la mano izquierda un primer tronco, lo puso vertical en el tocón y dejó caer sobre él su mano derecha, como un hacha: el tronco salió volando partido en dos astillas. Lo mismo hizo con el segundo, con el tercero y con los demás. Dos pasos del tocón al montón, media vuelta, dos pasos del montón al tocón, tajo con la mano desnuda de arcilla y media vuelta. Arié, fascinado y turbado, observaba el trabajo iracundo y mecánico de su siervo. ¿Por qué había rechazado el hacha? Reflexionó largamente. Su mente estaba acostumbrada a la interpretación de la Ley y de las narraciones sagradas, hechas de explicaciones arduas y de respuestas conceptuosas e ingeniosas y, sin embargo, durante una media hora al menos la solución se le escapó. Insistió en su búsqueda: el golem era obra suya, era su hijo y es una dolorosa punzada descubrir en nuestros hijos opiniones y voluntades distintas de las nuestras, lejanas, incomprensibles.
Esta era la situación: el golem era un siervo que no quería ser siervo. Para él el hacha era un instrumento servil, un símbolo de servidumbre, como lo es el bocado para el caballo y el yugo para el buey. Pero no la mano, que es parte de ti y en cuya palma está marcado tu destino. Le agradó esta respuesta, se entretuvo en considerarla y en compararla con los textos y quedó satisfecho: era aguda-astuta, plausible y santamente alegre. Se entretuvo tanto que no se dio cuenta de que algo estaba pasando, es más, ya había pasado, fuera de la ventana, en el aire de la Calle Ancha y en el cielo brumoso de Praga: el Sol se había puesto, había comenzado el sábado.
Cuando se dio cuenta ya era tarde. Arié intentó en vano detener a su siervo para sacarle el Nombre de la boca. El otro lo evitaba, lo apartaba con sus duros brazos, le volvía la espada. El rabino, que nunca lo había tocado hasta entonces, conoció su peso deshumano y su dureza de roca. Como un péndulo, el golem irrumpía adelante y atrás en la pequeña estancia y cortaba leña y más leña, cuyas astillas saltaban hasta las vigas del techo. Arié esperó y oró para que la furia del golem se calmase cuando se hubiera acabado el montón de troncos, pero entonces el gigante se agachó chirriando en todas sus juntas, recogió el hacha y la empleó hasta el alba destrozándolo todo a su alrededor: los muebles, las cortinas, los cristales, las paredes medianeras e incluso el cofre de la plata y los estantes de los libros sagrados.
Arié se refugió en el hueco debajo de la escalera y allí tuvo tiempo de meditar en una terrible verdad. Nada acerca tanto a la locura como dos órdenes contradictorias entre sí. En el cerebro pétreo del golem estaba escrito: «Servirás fielmente a tu señor y le obedecerás como un cadáver». Pero también estaba escrita toda la Ley de Moisés, que le había sido transmitida en cada letra del mensaje del que había nacido porque cada letra de la Ley contiene toda la Ley. Así, pues, dentro de él también estaba escrito: «Descansarás el Sábado, durante él no harás obra alguna». Arié comprendió la locura de su siervo y alabó a Dios por haberlo comprendido, ya que quien ha comprendido ya ha recorrido más de la mitad del camino. Alabó a Dios, a pesar de la ruina de su casa porque reconocía que la culpa era solo suya, ni de Dios ni del golem.
Cuando el alba del Sábado se asomó a las ventanas destrozadas y ya nada quedaba por destruir en la casa del rabino, el Golem se detuvo como exhausto. Arié se le acercó con temor, tendió una mano vacilante y le sacó de la boca el estuche de plata que contenía el Nombre.
Al monstruo se le apagaron los ojos y ya no se le volvieron a encender. Cuando llegó la noche y el triste Sábado acabó, Arié intentó inútilmente volverlo a la vida para que lo ayudase con la fuerza ordenada de otros tiempos a arreglar su casa devastada. El golem permaneció inmóvil e inerte, semejante ya en todo a un ídolo prohibido y odioso, un indecente hombre-bestia de arcilla rojiza, mellado aquí y allá por su propio frenesí. Arié lo tocó con un dedo y el gigante se derrumbó al suelo y se rompió. El rabino recogió los pedazos y los puso en el desván de la casa de la Calle Ancha de Praga, ya entonces decrépita, y en la que es fama que todavía se encuentran